
«Mira que hay árboles en este país. Todos con un nombre, o varios, por el que los llama el indio, el criollo, el blanco… según. Pero hay uno, hay un árbol al que los quechuas no le pusieron nombre. Lo llaman «el árbol», tacu o taco. Los españoles le pusieron algarrobo, un nombre de origen árabe con el que designaban a un árbol cuyos frutos son dulces como los del nuestro. Los guaraníes le dicen ibope-para: árbol puesto en el camino para comer.
Los algarrobales cubrían todo el centro norte del país, desde los contrafuertes andinos haste el río Uruguay. Algarrobo es sinónimo de árbol porque todo lo que un árbol puede dar lo tiene: unos frutos dulces -la algarroba- y muy alimenticios, de los que se hace aloja, añapa, patay, y hasta una suerte de café con la semilla tostada. Dicen que Deolinda Correa halló la muerte cuando iba en busca de algarrobas, la fuente nutricia. El tacú es una lección de armonía: un arbolito mediano, que como máximo trepa a los 15 metros, y en los lugares más secos sólo alcanza los 3 a 8 metros y 20 a 40 cm de diámetro.
La Pacha Mama elige su sombra cuando, en la fiesta del Chiqui, toma forma de anciana para prodigar milagros. Porque la sombra del algarrobo es La Sombra: redonda y generosa, de hasta veinte metros de diámetro, cobija a hombres y animales contra el fuego del verano y a su abrigo crecen los mejores pastos, tapizados de semillas.
El tronco, rugoso y sin espinas, no sólo es madera de la mejor, sino también corteza con colorantes y con tanino, que sirve para curtir cueros, y colorantes. No podían nuestros hermanos los indios vivir sin el árbol El tacú desgajado era obra del Chiqui, ese demonio calchaquí al que invocar para que la cosecha de algarroba fuera buena».
Antonio Tarragó Ros.
Poeta y músico argentino