Hace más de tres años que he migrado de la costa al campo y más precisamente a una geografía de sierras. Todo este tiempo ha sido tiempo de impregnación, observación, contemplación. Mis únicas intervenciones tienen lugar en la pequeña parcela de huerta que cultivo, ese es mi laboratorio, mi escuela. Tengo encima mío un cielo en movimiento casi constante, nubes, luz, estrellas.



La vegetación es baja y abigarrada, plantas y arbustos se entrelazan, infinita variedad de hierbas, minúsculas flores crecen en el pasto. Hay una fauna muy variada con quienes estoy aprendiendo a convivir. Casi no necesito escuchar música, el canto de los pájaros hacen lo suyo muy bien, las ranas cantan en las noches.
Espacio y Silencio nos hacen sentir pequeños, muy frágiles, el tiempo transcurre lento. La vida es una obra máxima de creación. Poca cosa podemos hacer que la trascienda. Los aromas, las texturas, se exhiben en todo su esplendor y potencia.


A pocos kilómetros el pueblo del «agua que corre», Aiguá. Pocos habitantes, mucha tranquilidad, ritmo cotidiano marcado por la siesta. Sus calles a pesar de alguna avenida con palmeras y plantas no tienen casi árboles. Para lo pequeño que es hay todas las tiendas suficientes para proveerse de lo necesario. Como casi todos los pueblos del interior del Uruguay su gente está muy apegada a las tradiciones y con un fuerte control social.
Aiguá está ahí con sus casas pintadas de colores y sus murales, poco para ver, ofrece sencillez y tranquilidad, dos cosas poco corrientes en el mundo de hoy.
En este entorno uno no puede dejar de cuestionarse acerca de la productividad desenfrenada, de los egos exacerbados que buscan exponerse en forma constante. Aquí la vida es ruda, uno busca al vecino, lo necesita.
En medio de este entorno mi obra y mi obrar como artista siguen mutando. A veces la creación es caminar, mirar, otras cantar, cocinar, leer; dibujar y pintar devienen Ritual.